Asombro

En un aparador de la calle Hidalgo, en Apizaco, veo cuatro televisiones que repiten la misma serie de anuncios que suceden en lugares remotos, paradisíacos. Pero la calle tiene su ritmo, nadie se detiene, todos siguen de largo. Me doy cuenta que  no hay asombro que asombre. Es la ley de nuestra época. Acostumbrados a ir de sorpresa en sorpresa, lo asombroso dura lo que la agilidad de los dedos tardan en cambiar de canal o en oprimir el mause. El instante siempre ha sido el amo del universo pero nunca antes, como ahora, habíamos sido sometidos de manera tan rotunda a su tiranía. No hay nada más viejo que adorar lo nuevo. (Debería de asombrarnos la velocidad, pero ella se niega a sí misma al pasar rápidamente). Héroes instantáneos, bellezas instantáneas, horrores instantáneos. El único consuelo es que la estupidez también es instantánea; es un grito o una queja que desaparece con un simple movimiento de cámara. Vivimos en un mundo víctima del asombro. Buscando lo extraordinario hemos llegado al límite de lo ordinario. Nuestras habilidades de Homo Sapiens corren vertiginosamente pero el cerebro se ha quedado atrás, atado al paradisíaco mundo de los monos. De ese desequilibrio nace el desasosiego y la intranquilidad de la vida moderna. El asombro ya no asombra pues es idéntico a las ocho columnas del periódico de ayer (que ya olvidamos hoy) o a las miles de imágenes que contiene un simple video-clip.

Paisaje televisivo por el rumbo de Tetlanohcan